“Yo lo entregué”

[Por Alejandro Jasinski - Publicada en El Cohete a la Luna]. Inesperadas confesiones de los supervisores de la Ford durante el juicio.

Un grupo de trabajadores de la Ford en el campo recreativo que funcionó como lugar clandestino de detención.

Hace unos meses, Eduardo Pulega narró al tribunal cómo sucedió su secuestro el 28 de agosto de 1976. Estaba en su puesto, en la planta de sub-armado de la Ford, cuando le avisaron que lo buscaban. El superintendente y el capataz general lo llevaron hasta la Oficina de Personal, de donde salió encapuchado, maniatado, golpeado y escoltado por soldados. Ahora habló su supervisor: “Yo lo entregué”.

En la nueva audiencia del Juicio a Ford declararon cuatro testigos, dos de los cuales, por su rol dentro de la estructura jerárquica, hicieron brillar los colmillos de los abogados querellantes y la fiscalía. Bien aprovechados, estos testimonios suman material para explicar cómo funcionó la cadena de mando de la empresa al decidir y operativizar las detenciones de los trabajadores y delegados gremiales durante el terrorismo de Estado.

Después de la salida del presidente del tribunal Diego Barroetaveña y los reclamos del Consejo de la Magistratura, el Juicio a Ford se acelera. Las querellas y la fiscalía solicitaron dar de baja quince testimonios que no agregaran información sensible para probar la responsabilidad de los empresarios en los delitos de lesa humanidad. Calculan poder alegar y alcanzar una sentencia antes de fin de año.

La entrega

Carlos Santos Demestri es un hombre corpulento, a pesar de sus 85 años. Su pelo plateado contrasta con el polar negro. Cara de trazos gruesos. Escucha bien. Habla poco. Voz áspera. Contesta mirando al tribunal. Sus dedos gruesos maltratan el micrófono.

Cuando lo notificaron para testimoniar mostró reticencias. Un familiar explicó que era un hombre grande, que no iba a testimoniar y que no iban a ayudar a nadie que estuviera buscando plata. Más tarde aflojaron. Se presentó.

Elizabeth Gómez Alcorta, abogada de los ex trabajadores, quiere que haga memoria, porque él parece no estar seguro de que haya habido secuestros en Ford. Le pide al tribunal leerle una declaración suya de 1985. Ahora recuerda.

Demestri entró a trabajar a la empresa Ford en 1963, en la sección Pintura. Un breve tiempo como simple pintor, después como supervisor. Confirma que los gerentes, incluido Pedro Müller, uno de los imputados, recorrían las líneas de producción. Su superior, de apellido Montepeloso, pide por dos pintores, Eduardo Pulega y Micro Robledo. Demestri los convoca. Los dirige al supervisor y al Superintendente, Santiago Luna, quienes a su vez los llevan a la Oficina de Personal, acusados de sabotaje: “Yo le avisé al superintendente que estaban pateando los capó —afirma—. Era lo que tenía que hacer”.

Demestri se torna monosilábico. Está incómodo. Explica que no sabe qué sucedió con los trabajadores después, que todo el mundo sabe que los detuvieron. Recuerda que le contó lo sucedido al papá de Robledo, que era delegado sindical y a quien Pulega durante algún tiempo había ayudado a juntar afiliaciones. Recuerda también que días después fue convocado a Campo de Mayo, el gran predio militar del norte bonaerense donde funcionó uno de los mayores centros clandestinos de detención y exterminio: “Esto fue unos días o un mes después —asegura—, expliqué qué es lo que había sucedido”.

También le preguntan si recuerda a Carlos Propato, pintor secuestrado el 13 de abril de 1976. “Sí, creo”, dice. Propato lo escucha atentamente, apenas dos metros detrás suyo. Los abogados azuzan su memoria: “Lo retiró el Ejército de la sección, yo vi cuando se lo llevaban”, cuenta y agrega que él lo llamó cuando lo vinieron a buscar los soldados. “Viene alguien de alguna oficina”, suelta cuando le preguntan si la patota represiva era acompañada por algún funcionario de la empresa. Finalmente confirma que el Ejército se había instalado en el quincho del predio fabril: “No nos dejaban acercarnos —dice—, pero se veía desde la calle”.

Demestri se retira, no deja que lo fotografíen, ladra. “Era un perro”, confirma Propato a la salida.

La molestia

Ángel Migliaccio entró a trabajar a Ford cuando tenía 18 años y estudios hasta sexto grado completos. Dos años más tarde era inspector. En la sección de Reparación Final, llegó a trabajar un tiempo como capataz general. Fue fiel a la empresa. Pese a ello, en 1990 lo retiraron: “Opté por el retiro voluntario, porque sino me iban. Decidí yo”, cuenta al tribunal.

Ángel Migliaccio

Migliaccio sufre la misma amnesia que Demestri. Antes de ingresar preguntó si iban a estar algunos ex trabajadores, con nombre y apellido, que más tarde olvidó. Luego, como Demestri, recuerda abruptamente.

“Creo que se trabajó normalmente”, dice sobre el 24 de marzo de 1976. La abogada querellante le lee su declaración de 1985. Migliaccio estaba presente cuando se lo llevaron a Pedro Troiani de su puesto de trabajo, a mediados de abril de 1976.

Migliaccio sonríe. Le gusta que el fiscal Marcelo García Berro le remarque su ascendencia tana. Pide que le hablen más fuerte. Tiene 79 años. Luce bien. Al único de los imputados que recuerda es a Héctor Sibilla, ex gerente de Seguridad. Le preguntan sobre los desplazamientos de los trabajadores y enseña un antisindicalismo natural.

—Mire, yo le cuento —dice—, generalmente los delegados no estaban en la sección. Porque todos los días pedían un formulario, el papel amarillo. Entonces decían: Me voy de la sección por problemas sindicales. Y se iban. Estaban todo el día y yo en el parte diario, ponía: Problemas sindicales. Es decir, no les pasaba las horas de trabajo. Además, le digo la verdad, yo prefería que se fueran porque me paraban prácticamente toda la sección, los operarios se acercaban a ellos y preguntas, preguntas, preguntas, y nosotros teníamos que sacar una producción, y si esa gente se distraía en la charla con los delegados, la producción se atrasaba.

La confesión de Migliaccio emerge con naturalidad, pero genera tensión en la sala. Al recordar el caso de Troiani, apela a un enunciado que le suena lógico. “Se lo llevaron”, dice. “Yo informé al capataz general y ellos habrán informado al gerente. No lo vi nunca más”.

A la acusación le interesa la reconstrucción: la jerarquía, el mando, la lógica represiva. Pide detalles sobre el uso del papel amarillo. Migliaccio es el indicado para explicar de qué se trataba: ningún trabajador se movía de su puesto de trabajo sin permiso y sin dar detalle de su desplazamiento por la fábrica.

Migliaccio confirma también la presencia militar en el quincho de la fábrica. A pregunta del fiscal, responde, siempre sonriente: “El campo de deporte se lo dieron a un grupo de militares y se le proveía comida. Era vox populi que había militares, todo el mundo lo sabía”.

La ganancia

José Rosario Antonio Paladino repite, sin alterar la información que brinda al tribunal: entró a trabajar a la Ford en 1979. Antes trabajaba en la General Motors, que se retira del país ese año. Entraron un montón de trabajadores porque Ford acapara el mercado. Llega a producir 500 unidades por día. Obtiene entonces una ganancia de 460 millones de dólares.

—¿Cómo le constan las ganancias? —pregunta el abogado de Héctor Sibilla, Pedro Antonio Moret, ante la ausencia de su colega, la incansable Adriana Ayuso.

—Ellos estaban contentos, lo comunicaban —responde Paladino.

José Rosario Antonio Paladino

A sus 82 años, Paladino informa con precisión detalles de la producción en la industria automotriz. Era obrero especializado. Entró a Ford con una de las categorías más altas en Mantenimiento, en la sección de Estampado. Se encargaba de mantener y reparar las máquinas, cuando recién operaba un sólo robot traído de Estados Unidos, que soldaba los parantes de los Falcon.

Tomás Ojea Quintana, otro de los abogados querellantes, le pregunta sobre la actividad gremial existente cuando entró a Ford: “Los locales de los delegados estaban cerrados con llave —dice—. Había representantes laborales, pero no delegados”. Agrega que entonces todavía había presencia militar, además de la vigilancia propia de la fábrica.

Se refiere a los secuestros, porque le contaron. El abogado de la defensa de Sibilla vuelve a preguntar, es al único a quien le hacen preguntas en esta audiencia. Y sólo ellos preguntan: los abogados de Müller no usan ese derecho en ningún momento. Moret quiere saber por qué Paladino eligió la Ford para trabajar y el nombre y apellido de quienes le contaron lo sucedido antes de 1979. Finalmente, como si fuera el abogado defensor de la empresa y no de un imputado, pregunta:

—¿Usted creía que se exponía a algún peligro al ingresar a Ford? ¿Y cómo eran las condiciones de trabajo en Ford, buenas, malas?

Paladino responde que necesitaba trabajar, que tenía una familia para mantener, que buscaba hacer producir a la empresa lo más que podía y que había cosas que le parecían mal, no le gustaba el trato con los trabajadores, sobre todo cuando la empresa ganaba 460 millones de dólares, repite.

La lucha es una sola

Manuel Ludueña fue uno de los trabajadores y delegados del Sindicato de Obreros de la Industria Naval (SOIN), secuestrado del astillero Astarsa. Los navales de la zona norte tienen 10 asesinados y 21 desaparecidos. El 29 de marzo de 1976, Ludueña fue marcado por un vigilante de la empresa ante las fuerzas represivas cuando ingresaba al astillero. Estuvo secuestrado y desaparecido en la Comisaría de Tigre. Sobrevivió.

Para entonces, los años ’70 del siglo pasado, la coordinadora gremial de la zona norte movilizaba a miles de trabajadores. Muchísimas víctimas del terrorismo estatal y empresarial pertenecían a esta coordinadora.

Como en aquellos años, Ludueña se presentó a declarar, ahora para confirmar los votos de solidaridad y unidad de los trabajadores. Nombró y reconoció a cada una de las víctimas de Ford, astilleros, ceramistas y Terrabusi, con quienes compartió el cautiverio en Tigre.

A Ludueña lo acompañaron Liliana Giovanelli y María Rufina Gastón, luchadoras de la Comisión de Juicio de la Zona Norte que no se pierden ninguna audiencia. A la salida, todavía en el patio del Tribunal Oral Federal de San Martín, hacen ronda con estudiantes secundarios que presencian por primera vez una audiencia de juicios de lesa humanidad. También están Carlos Propato y los abogados Gómez Alcorta, Ojea Quintana y Ezequiel Uriarte. Entre todos preguntan, responden, explican, educan, hacen memoria, se unen.