A todo silencio le llega la hora

[Por Alejandro Jasinski - Publicada en El Cohete a la Luna]

Estela viaja sentada. Está callada. Piensa. Sólo piensa.


Silencio. Imagen: José Eliezer

Aquella mañana su mamá la levantó a las cuatro de la mañana. Viajaron en colectivo desde su casa en Lanús hasta la estación de Constitución. Allí se encontraron con una mujer y sus dos hijos. Juntos se subieron al tren, rumbo al penal de La Plata.

Estela estaba contenta, feliz. Iba a ver a su papá después de seis meses. Llevaba el boletín de quinto grado, que le mostraría orgullosa.

“Era terrible”, dice. “Nos hacían formar fila contra una pared y nos pegaban en las piernas con las armas. Yo tenía once años. Nos desnudaban para las requisas, los manoseos eran tremendos”.

Estela viaja sentada. Regresan juntos de La Plata a Constitución. Nadie habla. “¿Por qué estamos acá?”, se pregunta.


Manoseo. Imagen: José Eliezer

Silvina tiene cuatro años. Se despierta en la casa de su abuela. Le dan una mamadera a ella y otra a su hermana, dos años menor. Las cambian. Afuera está oscuro. Ve a su mamá contenta. Van a visitar a su papá.

Son varios viajes o fragmentos de viajes. En el colectivo también la acompaña su tía paterna. Están sentadas en los asientos traseros.

Silvina ve a su papá. Él le dice que está trabajando, haciendo horas extras, que ya va a volver. Ella responde: “Papá, esto no es la Ford, vamos a casa”.



No es la Ford. Imagen: José Eliezer


Estela es hija de Carlos Gareis. Silvina es la hija de Ricardo Ávalos. Los dos son ex trabajadores de la Ford de General Pacheco, secuestrados y torturados en la misma planta fabril, en abril de 1976, y luego llevados a la Comisaría de Tigre y a los penales de Villa Devoto y La Plata. Las dos hijas declararon ante el Tribunal Oral Federal 1 de San Martín en la última audiencia del Juicio a Ford, la número catorce, donde se juzga la responsabilidad de ex directivos de la empresa en los delitos de lesa humanidad cometidos contra veinticuatro ex trabajadores durante el terrorismo de Estado.

Marcelo Troiani, quien también estaba citado, no pudo asistir por razones de salud. La próxima audiencia se realizará el martes 10 de julio.


Palabra de hij@s

En las primeras audiencias del juicio que comenzó en diciembre del año pasado, declararon las víctimas principales, los ex trabajadores: Pedro Troiani, Carlos Propato, Ismael Portillo, Adolfo Sánchez, Luis Degiusti, Roberto Cantello, Eduardo Pulega y Ricardo Ávalos. Jorge Constanzo y Carlos Gareis declararon anticipadamente hace un tiempo.

En la medida en que pudieron ordenar sus recuerdos, han puesto de relieve aspectos fundamentales de los hechos que se juzgan. Pero más aún: pudieron reconstruir la trama de conflictividad laboral que explica la opción que hizo la empresa por el recurso a la violencia extrema.

Con posterioridad declararon las esposas y compañeras: Elisa Charlin, Silvia Galupini, Arcelia Ortiz y Cristina Cáceres. También víctimas de la represión, conocieron la frontera de la marginación social y la supervivencia, en la mayoría de los casos con sus hijos a cuestas. Sus testimonios dieron cuenta de estos profundos impactos y también, en su desesperada búsqueda de información, de aspectos centrales de la responsabilidad empresarial en los crímenes cometidos.

Ahora tocó el turno de l@s hij@s. ¿Qué tipo de testimonio aportan? Las especialistas del Centro Ulloa del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación están presentes en todas las audiencias. Hacen el acompañamiento psicológico de las víctimas del terrorismo estatal. Conocen el paño. Desde su punto de vista, no hay especificidades marcadas entre grupos de víctimas: “Cada cual recuerda de un modo singular, único”, sostienen. Pero si en la manera de recordar no hay especificidades (“cada familia hizo lo que pudo”, resumen desde el Ulloa), sí existen diferencias en el material que recuerdan. “En términos de verdad, permite completar la historia y visibilizar el daño en cada miembro de las familias obreras”, nos explica la abogada querellante Elizabeth Gómez Alcorta, al hacer referencia al aporte puntual que estos testimonios hacen al juicio.

En el caso de est@s hij@s, sus padres fueron desaparecidos, pero sobrevivieron. Sabían que estaban, en algún lugar, vivos. Pudieron verlos. Algun@s sufrieron en primera persona el arrebato de la patota armada cuando irrumpieron en sus casas. Otr@s, simplemente recibieron la noticia de que papá no iba a volver esa noche. Pero, ¿por qué se los habían llevado?

Después, los vieron regresar del terror. Les devolvieron otros papás, que no encontraban trabajo, que le temían a la noche, que sufrían la marginación, el estigma, que estaban condenados aunque seguían libres, que les costaba jugar.

La falta de respuestas se transformó en angustias, miedos, enfermedades, desórdenes de distinto tipo. Aunque tuvieran cuatro o diez años en aquellos tiempos, los recuerdos han quedado guardados, aunque en forma de retazos que sólo el tiempo les permitió conectar de forma frágil.

Retazos de papás

Estela Liliana Gareis tenía diez años en 1975 cuando la familia comenzó a construir una casa en San Miguel. Hasta entonces vivían en Lanús, en una habitación prefabricada detrás de la casa de los abuelos maternos.

Su papá trabajaba en la Ford desde no hacía un año y las horas extras le permitieron juntar dinero para construir aquella “casa de los sueños”. Tenía una habitación para ella sola con alfombra. La mudanza la hicieron en febrero de 1976, meses antes del inicio de las clases.

El 12 de abril, Carlos la retiró de la escuela. La dejó en casa y se fue a trabajar: “Fue la última vez que vi a mi papá en seis meses”, contó Estela. Esa tarde, un tío que también trabajaba en la fábrica les dijo que se lo habían llevado. “Me puse a llorar enseguida, desconsolada, no podía parar, no entendía por qué, porque él era una persona buena”.

La abuela se mudó con ellas un tiempo, hasta que malvendieron la casa de San Miguel y regresaron a Lanús.

Estela reconstruye. La empresa envió el telegrama de despido —como a casi todos los secuestrados de Ford— y las mujeres se presentaron en la fábrica para pedir explicaciones. Las recibió un soldado que custodiaba la entrada y les preguntó con tono de advertencia si no estaban enteradas de que había una guerra. La nona, tana, no demoró la respuesta:

—¿Usted sabe lo que es la guerra?

Estela presenta otros recuerdos. Los primeros días, la mamá se iba todas las mañanas a la comisaría de Tigre con un bolso con comida y ropa para el papá, aunque no podía verlo. Al penal de Villa Devoto no quiso llevarla. Estela comenzó a hacer síntoma con desórdenes alimenticios: “Comía mucho y sólo me consolaba decir que se lo llevaron a mi papá porque era bueno”.

Recuerda su primera visita al penal de La Plata.

Cuando Carlos recuperó la libertad en marzo de 1977, a Estela le devolvieron otro papá. “Mamá tuvo que empezar a trabajar, papá no conseguía trabajo. Al principio vendía seguros de televisores y en 1978 un primo de mamá lo hizo entrar en un taller metalúrgico, pero la plata no alcanzaba, y se puso a vender ropa. Terminó vendiendo alfajores en la calle”.

Papá vende. Imagen: José Eliezer


“Pasé una adolescencia horrible, con muchos secretos. Papá se deprimió mucho, no podía contar lo que le había pasado”, explica y luego agrega: “Tuvimos un proyecto de vida y se vino todo abajo cuando la fábrica decidió hacer lo que hizo con ellos, secuestrarlos y torturarlos”.

[“Lo traumático está ligado a la interrupción del proyecto de vida. Es inconmensurable”, nos dicen las especialistas del Centro Ulloa.]

La reparación

Silvina recuerda que a ella y sus hermanos la cuidaban sus abuelos y en ocasiones un tío que la llevaba a comprar verduras y frutas. Tiempo después supo que eran para su papá en la comisaría.

Recuerda la visita a la cárcel y también se ve saltando en un camioncito de regreso a su casa de Maschwitz, una vez que su papá volvió de hacer las horas extras, como le dijo una vez.

Sus recuerdos son nítidos ya para los tiempos democráticos. Su papá fue invitado por sus ex compañeros que habían empezado a juntarse para iniciar una demanda laboral contra la empresa. Estaba entusiasmado. Pretendía pedir lo que le correspondía.

Para Silvina, ya con diez años, esa pretensión era temeraria: “Le pedía por favor que no hiciera juicio, él estaba contento, pero yo le pedía que no hiciera nada, para qué si ya estábamos todos juntos, si nadie nos iba a separar”.

Sueño Ford. Imagen: José Eliezer


El síntoma se presentó violentamente: comenzaron los desmayos en la escuela, las asfixias y la visita a los médicos. Cuando los compañeros venían a buscar a su papá, ella decía que no estaba en casa.

Silvina agradece que entonces su papá se mantuvo firme.

Para los Gareis la reparación se demoró más. Recién en 2011, Carlos se reencontró con sus ex compañeros de la Ford. Por sorpresa los escuchó a Pedro Troiani y a Carlos Propato hablar en Radio Nacional, en un programa especial por el Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia. Fueron con Estela a la radio y dejaron su teléfono. Esa misma tarde Troiani lo llamó. Unos días después, los encontró en la vereda de la Comisaría de Tigre, cuando se colocó la placa recordatoria que decía que allí funcionó un Centro Clandestino de Detención.

Hasta entonces Estela, docente y delegada gremial de Suteba [hoy jubilada], no había conversado con su papá sobre lo que les había pasado. El silencio recorre muchas de las historias de las familias víctimas del terrorismo estatal. Aquella vez, Carlos Gareis detonó su silencio: “Un día estábamos tomando mate —recuerda Estela— y papá me dijo que estaba orgulloso de lo que había hecho por sus compañeros y que volvería a hacerlo. Lo otro que me dijo fue que pidió que no lo mataran por mí”.

La reparación vino acompañada por una “familia de corazón”, palabras de Estela.

Palabras

Estela está sentada. Habla. Se detiene. Piensa. Se seca las lágrimas. Vuelve a hablar. Habla.

La escuchan los jueces, los abogados y el público que crece en cada audiencia. En esta oportunidad, el tribunal ordenó abrir otra sala para el ingreso de los que llegaron tarde y no cabían en el auditorio principal. Nuevamente, muchos estudiantes secundarios.

Esta vez, a diferencia de otras audiencias, hay pocas preguntas de los abogados. Los querellantes apenas lo hacen. Las defensas no dieron la nota.

El fiscal federal, Marcelo García Berro toma la palabra y antes de que el presidente del Tribunal dé por concluido el testimonio, le da pie a Estela para que ofrezca unas palabras finales: “Les pido que hagan justicia por nosotros, de esto también me voy a reír, por eso pido que a través del dictamen podamos sonreír”.

Silvina también habló: “Cuando sucedió todo esto destruyeron muchas familias, yo todavía con mis cuarenta y seis años sigo sufriendo, no nos merecíamos esto”. Estela se para. Se seca las lágrimas con ambas manos. Escucha los aplausos. Se sienta entre sus familiares de corazón, que se estiran para abrazarla, para frotar su espalda y apretarle las mejillas.