Los rebeldes de Virasoro

[Por Alejandro Jasinski - Publicada en El Cohete a la Luna]

Pablo Franco, Juan Gómez, Ramón Peralta, Noemí Acuña, Cati Pérez, Carlos Ecobar

—¡A usted ni se le ocurra requisarme!

Dice Lucho. Le habla a un corpulento gendarme. Están solos en un cuartito del Salón del Bicentenario de Gobernador Virasoro, Corrientes. En pocos minutos comenzará el denominado Juicio a Las Marías, por los delitos de lesa humanidad cometidos contra ex trabajadores yerbateros durante el terrorismo de Estado. El gendarme duda y lo tantea suavemente. Tiene que cumplir con el procedimiento de requisa establecido por el tribunal.

La cantidad de efectivos de seguridad es desproporcionada. No avasallan, pero intimidan. Ocupan el Salón del Bicentenario y los han visto también en el ingreso a la Estancia Las Marías. Prohíben el ingreso de cualquier cosa que no sea lápiz y papel. “Me hicieron dar vuelta el buzo para que no se leyera la inscripción del gremio”, dice un metrodelegado que viajó solidariamente desde Buenos Aires junto a miembros de la CTA de los Trabajadores y del Sindicato del Cuero.

Los presentes denuncian que los gendarmes los siguen hasta el baño. El descontento se extiende por las interrupciones abruptas de los testimonios y la prohibición de aplaudir cuando terminan durante un juicio que se supone reparador para las víctimas. El desarrollo de tres jornadas de debate oral donde declararon 14 testigos víctimas (formalmente sólo en carácter de testigos) y un comisario retirado (que hizo impactantes declaraciones), estuvo atravesado por la visible hostilidad del tribunal, las dificultades propias del caso judicial y la desinscripción adrede del crimen que es parte de una trama histórica de conflictividad laboral. Una trama que, sin embargo, resultó evidente para los presentes.

Diferencia de clases

—¿Su nombre?, pregunta el presidente del tribunal.

—Ramón Peralta.

—¿Su DNI?

—No me acuerdo –responde Ramón.

—¿Sabe leer y escribir?

—No.

—¿Puede dibujar su firma?

—Sí.

—¿Dónde vive?

—En Gueltaombú.

—¿Dónde? —pregunta el juez, inquieto.

Ramón ingresa a la sala acompañado por un gendarme y por una psicóloga del Comité para la Defensa de la Salud, la Ética y los Derechos Humanos (Codesedh). Arrastra los pies hasta el estrado improvisado por una silla de escuela y una tabla curvada cubierta por una manta bordó. Está de camisa y pulover. Se inclina hacia adelante, con sus manos unidas y apretadas entre las piernas.

Tiene 67 años. Supo ser tarefero y hoy es peluquero en su domicilio. Tiene nueve hijos. Se emociona cuando habla de su hermano mellizo desaparecido. “Ya hace cuarenta y pico de años se lo llevaron y no se nada de él, y lo lloro cada cumpleaños”. Aquella noche él también fue secuestrado y brutalmente golpeado. Buscaban a su hermano.

Juan Gómez tiene 65 años. Lideró en los ’70 —junto a Jacinto Bernal— la “cuadrilla rebelde” de Las Marías. Por esa razón fue secuestrado, torturado y desaparecido. Sobrevivió. Viste un jean gastado, un pulover color verde inglés y una boina de paño negra. Luce más en el hombro que en el pecho, una arrugada cintita argentina sostenida por un alfiler. Vive en el campo, donde cría pollos y pavos reales.

—¿Cómo está?, lo saluda el juez.

—Yo, bien. ¿Y usted? –responde Juan.

—¿Conoce su DNI?

—Sí.

—¿A la escuela concurrió?

—Sí, pero poco y nada, hasta segundo grado nomás.

—¿Lee y escribe?

—Más o menos.

Ramón y Juan son hombres de pocas y sabias palabras. Afuera del recinto, sólo hablan cuando les dan pie. Sonríen por todo lo que no dicen. Frente al tribunal, como frente al patrón, hicieron valer lo que el prejuicio de clase ignora.

El Salón del Bicentenario, donde se desarrolló la audiencia

Ramón Falcón levanta con dificultad las varias capas de ropa que lleva puestas. Me muestra antes de ingresar una bola pesada y dura que le cuelga de la panza. Dice que es producto de las golpizas que recibió entonces y de la bebida. Se levanta la boina y lamenta que le falta una mujer para compartir sus días. Los gendarmes lo fueron a buscar a su rancho en San Miguel, 200 kilómetros al otro lado del Iberá, a las tres de la mañana. Es jubilado gracias a Cristina, dice, porque los patrones nunca le hicieron aportes. En aquella madrugada del 29 de junio de 1977, recibió los brutales toques del grupo de tareas. Dormía en un desprovisto galpón en la estancia María Aleida, como Marcelo Peralta. Lo confundieron. Ante el tribunal relata esos hechos y aclara que sufrió un infarto que le estropeó un poco la memoria.

Pablo Franco se trasladó desde Apóstoles junto a su esposa e hija. Tiene 65 años. Es empleado administrativo en la empresa Hreñuk, dueña de la yerba Rosamonte. Fue uno de los organizadores del sindicato de la alimentación en los años ’70. Lo secuestraron en abril de 1976, junto a los legendarios Ramón Aguirre y Marcelo Acuña, hoy fallecidos.

—¿Jura decir la verdad? —le pregunta el presidente del tribunal.

—Prometo —responde Pablo.

Pablo está vestido de traje negro y camisa blanca. Es petiso, tiene pelo negro brillante y usa anteojos. Ha diagramado la exposición para sacarle brillo a su oratoria. Es un narrador oral nato, un aglutinador y organizador de decires y conocimiento escrito. “Era un joven de 21 o 22 años cuando empecé a trabajar en el establecimiento Las Marías”, dice. “Permítanme contarles cómo era el contexto socio económico de la zona”. Iba camino a continuar mi relato, se le escucha decir frente al tribunal con orgullo puesto en la palabra. “En nuestro lenguaje se dice secuestro”, responde cuando le preguntan si fue detenido en 1976.

Jorge “Cati” Pérez —uno de los principales impulsores de la causa por la desaparición de su papá, Neris Pérez—, Aníbal Pérez, Ramona Sánchez, Francisco Gómez, Genara Díaz, Clara Figueredo, Noemí Acuña, Aurelio Acevedo, Carlos Escobar y María Bernal, ex trabajadores, hij@s y esposas de los trabajadores secuestrados, presos y desaparecidos, también declararon en este juicio.

A todos los escuchó atentamente el imputado Torres Queirel, que al inicio del debate aseguró que su intención es colaborar en el esclarecimiento de los hechos, aunque decidió postergar su declaración. Al entonces interventor militar del municipio se lo vio desayunar en el Hotel-Casino Manantiales junto a sus abogados y conducir él mismo su Renault Duster. Tiene 77 años y todavía se dice administrador de la estancia María Aleida, pese a que un enredado árbol genealógico evidencia mucho más. Durante las audiencias no bajó nunca la mirada de los rostros de los testigos, anotó y guió las preguntas de sus abogados.


Torres Queirel, libre, custodiado.

A Torres Queirel, a “Pancho” Szychowski y a sus familiares, el presidente del tribunal Víctor Alonso les dio un apretón de manos. Lo mismo hizo con cada uno de los gendarmes que forman fila cuando se retiró el último día. No hubo un gesto similar con las víctimas y testigos.

Entre el terrorismo estatal y la tercerización laboral

En estas páginas ya explicamos cómo una investigación judicial que acumuló dos causas con al menos nueve víctimas y seis imputados, llegó a instancia de juicio con uno de cada uno. En el camino quedó olvidada la imputación al empresario y funcionario de dictaduras Adolfo Navajas Artaza, que fue sobreseído sin que se le tome declaración indagatoria luego de que se excusaron de intervenir 19 jueces.

En este juicio sólo se investiga la responsabilidad secundaria de Torres Queirel por la desaparición de Marcelo Peralta. El hecho se produjo en la madrugada del 29 de junio de 1977, en la estancia María Aleida. Constreñidos al objeto procesal, tres son los testimonios fundamentales: su hermano mellizo Ramón, su viuda Genara Díaz y Ramón Falcón.

El grupo de tareas levantó primero a Ramón Peralta. Luego se dirigió a lo de una tía de Genara Díaz. Finalmente acudieron a la casa de Ignacio Balbuena, un multi-contratista de tareferos. Así llegaron a la estancia María Aleida, donde dieron con Ramón Falcón primero y luego con su presa. En otra oportunidad —olvidó hacerlo en este juicio— Ramón Peralta recordó que quien preguntaba por su hermano era el policía José Anchetti, a quien todos conocían de verlo en tareas en el establecimiento Las Marías.

“Galgo, nos tenés que acompañar”, recordó Genara que le dijeron los hombres encapuchados y armados a su marido. Luego la salida, el sonido de los disparos y el cierre de un baúl. “Ay, me mataron al negrito”, suspiró Genara, con entonces 19 años. Se sentó en el suelo y apretó a su guainita de diez meses contra el pecho. A la mañana siguiente fue a buscarla Ramón, su cuñado.

Los colectivos de Las Marías llevan y traen trabajadores a cada rato desde el establecimiento a la ciudad de Virasoro

Fallecidos unos y corridos por cuestiones de salud otros de los posibles responsables materiales del hecho, resulta difícil probar que en aquellas circunstancias, Torres Queirel instigara, autorizara o supiera sobre aquel operativo ilegal de las fuerzas represivas que tuvo lugar en sus propias tierras. Sobre todo porque operaba entonces —como ocurre en la actualidad—, la brutal maquinaria de la tercerización laboral, que como siempre opera velando responsabilidades hacia arriba.

Ignacio Balbuena falleció hace algunos años. Entonces era receptor de Rentas del municipio y contratista tarefero para varias estancias. En la instrucción declaró como testigo. A los actores judiciales, su rol no llamó la atención. Esto cambió no sólo porque aparecen nuevos relatos, sino porque también le conviene a la defensa: la culpa la tiene el contratista, que además está muerto.

La mayoría de los tareferos que sufrieron la represión trabajaban para Balbuena. Balbuena trabajaba en los campos de Las Marías, en los de Orsetti y en los de María Aleida, entre otros, que para muchos —con toda lógica— son propiedad, testaferros o satélites de los Navajas Artaza. Balbuena llevó a Noemí Acuña ante Torres Queirel, luego de que secuestraran a su padre —Marcelo Acuña— y a su entonces esposo, Pablo Franco. Torres Queirel, en su calidad de interventor militar, podía ofrecer soluciones a su difícil situación laboral. Además Balbuena le reprochó a Falcón “haberse retobado” frente al grupo de tareas y a Genara le preguntó: “¿Se te pasó el cagazo?”

Por dónde ingresó el grupo de tareas al establecimiento y quién lo permitió, son preguntas claves en este juicio. Falcón explica que la entrada principal solía llevar candado. Alguien les abrió o les dio la llave. Torres Queirel —que además era el interventor militar del municipio— no denunció el avasallamiento de su propiedad ni se preocupó por las víctimas.

Un elemento más surge en el juicio de manera inesperada. El comisario general retirado Walter Ramírez le habla al tribunal. Niega su participación en cualquier hecho ilegal y confirma que desde la estancia Villa Corina operaban fuerzas conjuntas. Se refiere al Operativo Toba y a los secuestros de personas. (“Se chupaba gente, como se decía”.) La existencia de un vivac militar en la estancia de la familia Moglia, emparentada a los Navajas Artaza, era una vieja versión de testigos y víctimas. El policía confirma que no eran marcianos.

El corsé del objeto procesal

María Bernal es hija de Jacinto “Polaco” Bernal, tarefero y miembro activo del sindicato rural. Jacinto falleció hace poco tiempo. No pudo contar lo que le sucedió cuando lo secuestraron en junio de 1977. En los años ’80, María intentó buscar trabajo en Las Marías. Se lo negaron y le mostraron que su papá tenía una cruz roja en el legajo laboral. Ahora declara ante el tribunal. La emoción no le impide recordar con orgullo el trabajo que hacía su viejo:

—Él defendía a los suyos, decía “nuestros derechos”, era siempre lo que le escuchábamos, eso de tener una obra social.

María Bernal, hija de Jacinto Bernal

No es el único testimonio que permite observar la trama detrás del hecho. “Se lo llevaron porque estaba en el sindicato”, afirma Ramón Peralta sobre su hermano. La familia de Neris Pérez, desaparecido el 2 de junio de 1977, recuerda que primero lo habían ido a buscar en marzo, cuando se llevaron todos los carnet de la obra social.

Clara Figueredo relata el secuestro de Benjamín Areco, que recorría los campos en el jeep del sindicato junto a su hijo Domingo, de diez años, para preguntarle a los trabajadores si tenían seguro de salud. Gómez recuerda que apenas producido el golpe y después de que fueron descabezadas las comisiones de los sindicatos tuvieron una reunión conducida por “Don Adolfo” y el capitán Juan Carlos Sacco (uno de los apartados por razones de salud): “Se terminó el sindicato”, ordenaron entonces.

El presidente del tribunal, Alonso, saludando a los gendarmes.

“Nos daban los trabajos más pior”, recuerda Gómez. Volvían las prácticas despóticas, las que Carlos Escobar recuerda de otras épocas, de cuando lo mandaban con apenas 17 años a cuarenta y cinco kilómetros de distancia del sindicato a hacer las “taipas” a las plantaciones arroceras, como castigo. Carlos había ingresado a Las Marías con 12 años. Trabajó como tarefero, como peón general y también en el matadero, donde le pagaban con vísceras.

Fueron apenas destellos de remembranzas que el tribunal se esmeró por desconocer. Doctrina mata historia y también la posibilidad de hacer justicia. Cuando Pablo Franco intentó relatar cómo y por qué se produjo la primera huelga en Las Marías, en 1974, fue cortado abruptamente. “Fue lo que nunca nos perdonaron”, dice afuera del recinto.

Entre las víctimas y familiares circuló un Whatsapp:

“El ‘juez’ (merece ese cargo???), a los sobrevivientes de la comisión directiva de los dos sindicatos, no les dejó decir todo lo que necesitaban contar!!! Les hizo callar y “que terminen ya””.

El enojo estalló para varios lados.

—Señor presidente, discúlpeme, ¿podría decir una palabras finales? –preguntó Escobar.

—No señor, ha concluido su testimonio, muchas gracias.

“La bronca que tengo que no pude hablar. Iba a decir que hoy tomamos mate con yerba manchada con la sangre de Peralta y Pérez, pero no lo pude decir”, bramó Escobar durante un almuerzo. Pese a las broncas, a la espera de una nueva audiencia el próximo 10 de julio en Corrientes y de los alegatos que probablemente tengan lugar en agosto, los ex trabajadores conservan esperanzas. Los alienta una composición reciente del cantautor Manuel Sandoval que reenvían con sus celulares:

Por los peones rurales
Con Dignidad, con decoro
en el suelo correntino
el yerbal no estaba solo

Llegó la persecución
el mate se puso ronco
y el tarefero sintió
los navajazos del odio
Virasoro, Viraroso

Que nadie venga a hacer huelgas
ni reclamos, no es el modo
fueron gritando de a uno
jueces, milicos, patrones,

Corrió sangre poriajú,
desapariciones, todo,
por exigir que el salario
fuera justo en Virasoro
Virasoro, Virasoro

Ya vuelve Ramón Aguirre
Con limpia voz en un coro
con Neris Pérez, Peralta,
Con tantos hogares rotos

Retornan con su bandera
Bandera del pueblo todo
memoria, verdad, justicia,
y aquí están junto a nosotros
Virasoro, Virasoro.

La marcha en reclamo de justicia, el domingo 1 de julio en Virasoro