La empresa entregó al Ejército los datos de los trabajadores a secuestrar
—Elisa, a Pedro se lo llevaron.
La confirmación cayó sobre ella como la trompa de un Falcon en medio de la autopista. La escuchó de boca del esposo de una prima, que trabajaba en la misma sección de la fábrica que Pedro y que vio cómo se lo llevaban de su puesto de trabajo. Era el 13 de abril de 1976. La pareja tenía tres hijos y un único ingreso familiar, el que Pedro traía de la Ford desde 1963.
Elisa Josefa Charlin es esposa de Pedro Troiani desde hace cincuenta y cuatro años. Acaba de declarar en la duodécima audiencia del “Juicio a Ford”, en el que se investiga la responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad cometidos durante el terrorismo de Estado en Argentina.
Con su testimonio se abrió la tanda de declaraciones de quienes hasta ahora aparecen como esposas, hermanas, madres de. Es su turno de dar a conocer otras vivencias.
Tribunal retado
La sala está repleta, como durante las primeras citas. Sólo la secretaria del tribunal se pone de pie cuando ingresan los jueces.
—Buenos días a todos—, saluda el presidente Diego Barroetaveña.
—¡Buenos días!—, gritan a coro los ex trabajadores de Ford y sus familiares, con espíritu de escuela primaria.
La secretaria, con armoniosa voz de locución y poco estilo judicial, anuncia que el Programa Verdad y Justicia, encargado de notificar las citas, informó las razones por las cuales los testigos ofrecidos para esta jornada no se encuentran presentes.
El primero, de más de noventa años, explicó que su Parkinson empeoró mucho en los últimos días; el segundo no pudo ser ubicado; el tercero argumentó que se encuentra bajo tratamiento psicológico por un grave estado depresivo, secuelas de la represión.
Las partes debaten la incorporación de viejos testimonios de estos testigos mediante lectura. La defensa adelanta su oposición. Se definirá luego.
Barroetaveña anuncia que las audiencias continúan pautadas cada quince días, a pesar del reciente reto dado por la Sala II de la Cámara Federal de Casación Penal, que exhortó al Tribunal a agilizar el trámite, porque se acumulan los tramos de la causa principal, caratulada “Campo de Mayo”.
Las todoterreno
Elisa comienza su relato sin preámbulos: “Yo le dije que no fuera más a trabajar, pero no me hizo caso”. Pedro le respondía que él sólo era delegado. El señor Jorge Fernández, gerente de Relaciones Laborales en la Ford, le había ofrecido la indemnización, cobertura gremial y un auto de la fábrica a su elección. “Le había advertido que la cosa se ponía fea”, recuerda Elisa.
Cuando el 13 de abril de 1976 le avisaron que se habían llevado a su marido, el mundo se le vino abajo. Primera tarea: saber dónde estaba. No tardaron mucho en dar con él porque no era el primer trabajador de Ford detenido. La mamá de Francisco Perrota, secuestrado el 26 de marzo, ya había recibido un pequeño mensaje filtrado por su hijo: estaban en la Comisaría de Tigre.
Elisa se dirigió a la comisaría de inmediato. La recibieron en la mesa de entradas, donde le confirmaron que tenían a su marido. Pero no bastaba. Se presentó luego en las oficinas de la Unidad Regional de Tigre ante el comisario mayor Víctor Dengra:
—¿Qué relación tiene con el comisario Miguel Charlin?—, preguntó Dengra.
—Soy su hija—, respondió Elisa.
El comisario Charlin contaba con una larga trayectoria al frente de comisarías bonaerenses y había sido jefe del propio Dengra –éste, nunca juzgado por la Ley de Obediencia Debida—. De manera que la fortuna, si se quiere, le abrió algunos caminos.
De inmediato la recibió el teniente coronel del Ejército Antonio Molinari, entonces subdirector de la Escuela de Ingenieros de Campo de Mayo, y a cargo de los operativos en la zona. El señor Troiani estaba allí por averiguación de antecedentes y saldría en breve si nada tenía que ocultar, le dijo.
[La testigo no pausa su relato, aunque sabe que lo que va a arrojar es un elemento importante para el juicio: el suyo es uno de los testimonios más claros de la existencia de una lista en manos del ejército con el logotipo de la empresa Ford. Lo sabe la defensa de los empresarios imputados. Adriana Ayuso, abogada del ex directivo Héctor Sibilla, toma nota y, a su turno, armará barullo justamente alrededor de este asunto.]
Elisa cuenta que el propio Molinari le mostró una lista con los nombres de trabajadores de la fábrica y la marca de Ford visible al frente: allí estaba el nombre de su esposo.
Cuarenta días estuvieron detenidos los trabajadores de Ford en Tigre. Allí, las mujeres acudían cada día, para llevar ropa y comida. Eran recibidas en la vereda por dos esbirros policiales que se propasaban con las chicas más jóvenes. A ellos debían dejar las cosas que llevaban, buena parte de las cuales se perdía en los escritorios antes de alcanzar su destino.
No podían ver a sus esposos e hijos, pero allí estaban, asistiéndolos como podían y buscando desesperadas entre las ropas sucias que recibían algún mensaje filtrado, como el que recibió Elisa un día:
—Cuidá a los chicos. Me quiero ir de acá.
Once, nueve y cuatro años tenían los hijos de Elisa y Pedro. A Elisa la ayudaba su suegra, que vivía enfrente, y su mamá, que se mudó con ellos y alquiló su casa para juntar unos pesos. Planchó y cosió cuando pudo: “Así sobrevivimos todo ese año”.
Las mujeres se movían entre changas, tareas de la casa, el cuidado de los hijos y las tareas de investigación sui generis, que para el caso de Elisa, como el de otras, siguieron, naturalmente, en la fábrica. De allí habían sido llevados sus esposos, hijos y hermanos, y allí debían buscar información y también la quincena impaga.
Elisa ingresó por la Puerta 2. La recibió un hombre de la empresa:
—Trate de no venir más acá, porque usted corre peligro.
Elisa regresó a su casa y pronto recibió, con remitente de la Ford, el telegrama de intimación por inasistencia. “Detenido dentro de la empresa, vuestro conocimiento”, respondió con la ayuda de un vecino abogado, de esos que no describe el mito del “no te metás”. “Pero el telegrama me lo rechazaron por improcedente”, cuenta.
Elisa volvió. Fue a ver al señor Fernández, que la recibió en la Puerta 1. Era conocido de su padre, el comisario, y gracias a ese vínculo Pedro había ingresado a la Ford. Fue el mismo que, con conocimiento de lo que se preparaba, le había advertido a Troiani que se fuera.
Fernández gestionó para Elisa el cobro de la quincena impaga y los salarios familiares por dos meses. De su boca, además, pudo confirmar lo que flotaba en su pensamiento:
—Créame, señora –le dijo Fernández—, lo que esta empresa hizo con esta gente no tiene perdón.
A los penales
Las mujeres fueron informadas del traslado de sus esposos al Penal de Villa Devoto. “Fue horrible, espantoso, la señora de Núñez entró en crisis”, recuerda Elisa. Era 19 de mayo de 1976 y no sabían cuándo volverían a saber de ellos.
Para ingresar al Penal de Devoto, debieron soportar “el terrible manoseo y los comentarios” de los agentes del servicio penitenciario. Las visitas, sin contacto físico, se daban a través de unas gigantes y espantosas rejas y un paredón humano de personas, y a los gritos. “Sacame, no quiero estar más acá”, la súplica de Pedro que Elisa tenía que digerir cada semana.
Lo intentó. Un compañero de su esposo en la Ford la contactó con un abogado relacionado con los militares que vivía en José C. Paz. Sacarlo de allí costaba veinte mil pesos. “Yo ni sabía cuánto era en esa época”, explica Elisa, que tuvo que pedirle a Pedro paciencia, porque vender la casa no era una opción.
En febrero de 1977 visitó Campo de Mayo junto a María Cristina Coppola, la esposa de otro de los secuestrados de Ford, Juan Carlos Amoroso. Allí lograron entrevistarse con Santiago Riveros, jefe del hampa genocida de Campo de Mayo, entonces conocido por ser la máxima autoridad del Comando de Institutos Militares. Le habían presentado una petición por escrito y a los pocos días recibieron un radiograma policial: las citaba el mismísimo Riveros.
En su oficina, se sentaron y allí escucharon de boca del represor que sus maridos eran montoneros. “¡¿Qué, montoneros?!”, respondieron. Se fueron con las manos vacías, aunque, como con Molinari, tenían la posibilidad de insistir en sus peticiones.
A las pocas semanas, Elisa tuvo la necesidad de hacer uso de aquel recurso. Estaba desesperada. Su hijo mayor había enfermado gravemente. Los médicos le advirtieron que no lograría sobrevivir: “Señora, ¿usted no quiere entender que el chiquito va a morir?”, le dijo la jefa de pediatría de la entonces Clínica Mayo de Villa Adelina. Necesitaba que Pedro lo viera cuanto antes. Molinari fue quien recibió su angustiosa súplica, que trasladó al propio Riveros. Ambos prometieron hacer gestiones.
Pedro no tardó en ser sacado de la cárcel. Molinari y Riveros se adjudicaron ser amos de su libertad, como antes lo habían sido de su secuestro. Riveros llamó a Elisa aquel día: “Ahora cuide de sus hijos y olvide lo que ocurrió”. Lejos de poder o querer olvidar, la familia de Elisa y Pedro debió enfrentar la angustia de la marginación social y laboral y el terror de la “libertad” vigilada.
[Elisa termina de responder las preguntas de la querella, pero una frase retumba en su conciencia: “Ahora Riveros es bueno”. La escucharon después de la declaración de Pedro, en una de las primeras audiencias del juicio. Necesita descargar. “Nosotros no dijimos eso, no lo festejamos, él cumplió con una obligación moral”, explica ante el tribunal. Se percibe incomodidad en algunos de los presentes. En el público hay muchas y muy distintas historias, todas manchadas por la oscuridad del terrorismo de Estado.]
Preguntas congestionadas
Ni los fiscales, ni las querellas de las secretarías de derechos humanos (de Nación y Provincia de Buenos Aires), ni la defensa de Pedro Müller, ni la de Riveros, consideraron necesario hacer más preguntas. Pero Ayuso, la abogada de Sibilla, no es de callar, aunque está resfriada y se lleva los pañuelos blancos a la nariz a cada instante. A su turno hace uso del derecho de la defensa y arma revuelo.
En su primera estocada, pide a la testigo que ahonde en los dichos del señor Fernández. “No fue cortesía”, responde Elisa. La abogada insiste:
—Él le dijo que lo que hizo la empresa fue una injusticia, ¿cuál fue la injusticia?, ¿enviar los telegramas de despido?
—No, que los detuvieron en la empresa—, responde con contundencia Elisa.
—¿Qué hablaron sobre la detención?—, rasca Ayuso.
—No recuerdo los detalles.
La abogada levanta la voz. Provoca el murmullo en la sala. El juez Barroetaveña interviene.
—No me quedó claro, por eso insisto—, explica Ayuso.
—No me grite, yo le hablo bien—, se impone el presidente del tribunal.
—Hablo fuerte porque estoy resfriada y estoy sorda—, se justifica la abogada.
El revuelo parece envalentonarla y continúa las preguntas con voz de congestión nasal:
—Usted habló de una lista con el logo de la empresa, ¿usted vio esa lista?
—Sí, sí, claro que la vi. Estaba a la izquierda de Molinari, que gira para agarrarla. Tenía unos veinte o treinta renglones. No sé de qué tamaño era, pero no era oficio.
—¿Cuántas personas había anotadas?
La pregunta exaspera al público, desde donde se escucha un sarcástico ensayo de respuesta que debió haber dado Elisa: “Esperá que los cuento”. El presidente del tribunal reta al público y frena el embate. La audiencia se cierra con aplausos.
Elisa cuenta que se sacó una mochila de encima y que está contenta porque ahora podrá presenciar las próximas audiencias. En el patio del tribunal se reúnen las hasta ahora mujeres de. Comenzó su turno y empezaron a contar otras historias. Se abrazan y se ríen para las fotos. “Vení, Pedro”, lo invitan. Pedro se ubica adelante, en cuclillas.
Las ilustraciones de la audiencia fueron realizadas por José Eliezer.
Elisa comienza su relato sin preámbulos: “Yo le dije que no fuera más a trabajar, pero no me hizo caso”. Pedro le respondía que él sólo era delegado. El señor Jorge Fernández, gerente de Relaciones Laborales en la Ford, le había ofrecido la indemnización, cobertura gremial y un auto de la fábrica a su elección. “Le había advertido que la cosa se ponía fea”, recuerda Elisa.
Cuando el 13 de abril de 1976 le avisaron que se habían llevado a su marido, el mundo se le vino abajo. Primera tarea: saber dónde estaba. No tardaron mucho en dar con él porque no era el primer trabajador de Ford detenido. La mamá de Francisco Perrota, secuestrado el 26 de marzo, ya había recibido un pequeño mensaje filtrado por su hijo: estaban en la Comisaría de Tigre.
Elisa se dirigió a la comisaría de inmediato. La recibieron en la mesa de entradas, donde le confirmaron que tenían a su marido. Pero no bastaba. Se presentó luego en las oficinas de la Unidad Regional de Tigre ante el comisario mayor Víctor Dengra:
—¿Qué relación tiene con el comisario Miguel Charlin?—, preguntó Dengra.
—Soy su hija—, respondió Elisa.
El comisario Charlin contaba con una larga trayectoria al frente de comisarías bonaerenses y había sido jefe del propio Dengra –éste, nunca juzgado por la Ley de Obediencia Debida—. De manera que la fortuna, si se quiere, le abrió algunos caminos.
De inmediato la recibió el teniente coronel del Ejército Antonio Molinari, entonces subdirector de la Escuela de Ingenieros de Campo de Mayo, y a cargo de los operativos en la zona. El señor Troiani estaba allí por averiguación de antecedentes y saldría en breve si nada tenía que ocultar, le dijo.
[La testigo no pausa su relato, aunque sabe que lo que va a arrojar es un elemento importante para el juicio: el suyo es uno de los testimonios más claros de la existencia de una lista en manos del ejército con el logotipo de la empresa Ford. Lo sabe la defensa de los empresarios imputados. Adriana Ayuso, abogada del ex directivo Héctor Sibilla, toma nota y, a su turno, armará barullo justamente alrededor de este asunto.]
Elisa cuenta que el propio Molinari le mostró una lista con los nombres de trabajadores de la fábrica y la marca de Ford visible al frente: allí estaba el nombre de su esposo.
Cuarenta días estuvieron detenidos los trabajadores de Ford en Tigre. Allí, las mujeres acudían cada día, para llevar ropa y comida. Eran recibidas en la vereda por dos esbirros policiales que se propasaban con las chicas más jóvenes. A ellos debían dejar las cosas que llevaban, buena parte de las cuales se perdía en los escritorios antes de alcanzar su destino.
No podían ver a sus esposos e hijos, pero allí estaban, asistiéndolos como podían y buscando desesperadas entre las ropas sucias que recibían algún mensaje filtrado, como el que recibió Elisa un día:
—Cuidá a los chicos. Me quiero ir de acá.
Once, nueve y cuatro años tenían los hijos de Elisa y Pedro. A Elisa la ayudaba su suegra, que vivía enfrente, y su mamá, que se mudó con ellos y alquiló su casa para juntar unos pesos. Planchó y cosió cuando pudo: “Así sobrevivimos todo ese año”.
Las mujeres se movían entre changas, tareas de la casa, el cuidado de los hijos y las tareas de investigación sui generis, que para el caso de Elisa, como el de otras, siguieron, naturalmente, en la fábrica. De allí habían sido llevados sus esposos, hijos y hermanos, y allí debían buscar información y también la quincena impaga.
Elisa ingresó por la Puerta 2. La recibió un hombre de la empresa:
—Trate de no venir más acá, porque usted corre peligro.
Elisa regresó a su casa y pronto recibió, con remitente de la Ford, el telegrama de intimación por inasistencia. “Detenido dentro de la empresa, vuestro conocimiento”, respondió con la ayuda de un vecino abogado, de esos que no describe el mito del “no te metás”. “Pero el telegrama me lo rechazaron por improcedente”, cuenta.
Elisa volvió. Fue a ver al señor Fernández, que la recibió en la Puerta 1. Era conocido de su padre, el comisario, y gracias a ese vínculo Pedro había ingresado a la Ford. Fue el mismo que, con conocimiento de lo que se preparaba, le había advertido a Troiani que se fuera.
Fernández gestionó para Elisa el cobro de la quincena impaga y los salarios familiares por dos meses. De su boca, además, pudo confirmar lo que flotaba en su pensamiento:
—Créame, señora –le dijo Fernández—, lo que esta empresa hizo con esta gente no tiene perdón.
A los penales
Las mujeres fueron informadas del traslado de sus esposos al Penal de Villa Devoto. “Fue horrible, espantoso, la señora de Núñez entró en crisis”, recuerda Elisa. Era 19 de mayo de 1976 y no sabían cuándo volverían a saber de ellos.
Para ingresar al Penal de Devoto, debieron soportar “el terrible manoseo y los comentarios” de los agentes del servicio penitenciario. Las visitas, sin contacto físico, se daban a través de unas gigantes y espantosas rejas y un paredón humano de personas, y a los gritos. “Sacame, no quiero estar más acá”, la súplica de Pedro que Elisa tenía que digerir cada semana.
Lo intentó. Un compañero de su esposo en la Ford la contactó con un abogado relacionado con los militares que vivía en José C. Paz. Sacarlo de allí costaba veinte mil pesos. “Yo ni sabía cuánto era en esa época”, explica Elisa, que tuvo que pedirle a Pedro paciencia, porque vender la casa no era una opción.
En febrero de 1977 visitó Campo de Mayo junto a María Cristina Coppola, la esposa de otro de los secuestrados de Ford, Juan Carlos Amoroso. Allí lograron entrevistarse con Santiago Riveros, jefe del hampa genocida de Campo de Mayo, entonces conocido por ser la máxima autoridad del Comando de Institutos Militares. Le habían presentado una petición por escrito y a los pocos días recibieron un radiograma policial: las citaba el mismísimo Riveros.
En su oficina, se sentaron y allí escucharon de boca del represor que sus maridos eran montoneros. “¡¿Qué, montoneros?!”, respondieron. Se fueron con las manos vacías, aunque, como con Molinari, tenían la posibilidad de insistir en sus peticiones.
A las pocas semanas, Elisa tuvo la necesidad de hacer uso de aquel recurso. Estaba desesperada. Su hijo mayor había enfermado gravemente. Los médicos le advirtieron que no lograría sobrevivir: “Señora, ¿usted no quiere entender que el chiquito va a morir?”, le dijo la jefa de pediatría de la entonces Clínica Mayo de Villa Adelina. Necesitaba que Pedro lo viera cuanto antes. Molinari fue quien recibió su angustiosa súplica, que trasladó al propio Riveros. Ambos prometieron hacer gestiones.
Pedro no tardó en ser sacado de la cárcel. Molinari y Riveros se adjudicaron ser amos de su libertad, como antes lo habían sido de su secuestro. Riveros llamó a Elisa aquel día: “Ahora cuide de sus hijos y olvide lo que ocurrió”. Lejos de poder o querer olvidar, la familia de Elisa y Pedro debió enfrentar la angustia de la marginación social y laboral y el terror de la “libertad” vigilada.
[Elisa termina de responder las preguntas de la querella, pero una frase retumba en su conciencia: “Ahora Riveros es bueno”. La escucharon después de la declaración de Pedro, en una de las primeras audiencias del juicio. Necesita descargar. “Nosotros no dijimos eso, no lo festejamos, él cumplió con una obligación moral”, explica ante el tribunal. Se percibe incomodidad en algunos de los presentes. En el público hay muchas y muy distintas historias, todas manchadas por la oscuridad del terrorismo de Estado.]
Preguntas congestionadas
Ni los fiscales, ni las querellas de las secretarías de derechos humanos (de Nación y Provincia de Buenos Aires), ni la defensa de Pedro Müller, ni la de Riveros, consideraron necesario hacer más preguntas. Pero Ayuso, la abogada de Sibilla, no es de callar, aunque está resfriada y se lleva los pañuelos blancos a la nariz a cada instante. A su turno hace uso del derecho de la defensa y arma revuelo.
En su primera estocada, pide a la testigo que ahonde en los dichos del señor Fernández. “No fue cortesía”, responde Elisa. La abogada insiste:
—Él le dijo que lo que hizo la empresa fue una injusticia, ¿cuál fue la injusticia?, ¿enviar los telegramas de despido?
—No, que los detuvieron en la empresa—, responde con contundencia Elisa.
—¿Qué hablaron sobre la detención?—, rasca Ayuso.
—No recuerdo los detalles.
La abogada levanta la voz. Provoca el murmullo en la sala. El juez Barroetaveña interviene.
—No me quedó claro, por eso insisto—, explica Ayuso.
—No me grite, yo le hablo bien—, se impone el presidente del tribunal.
—Hablo fuerte porque estoy resfriada y estoy sorda—, se justifica la abogada.
El revuelo parece envalentonarla y continúa las preguntas con voz de congestión nasal:
—Usted habló de una lista con el logo de la empresa, ¿usted vio esa lista?
—Sí, sí, claro que la vi. Estaba a la izquierda de Molinari, que gira para agarrarla. Tenía unos veinte o treinta renglones. No sé de qué tamaño era, pero no era oficio.
—¿Cuántas personas había anotadas?
La pregunta exaspera al público, desde donde se escucha un sarcástico ensayo de respuesta que debió haber dado Elisa: “Esperá que los cuento”. El presidente del tribunal reta al público y frena el embate. La audiencia se cierra con aplausos.
Elisa cuenta que se sacó una mochila de encima y que está contenta porque ahora podrá presenciar las próximas audiencias. En el patio del tribunal se reúnen las hasta ahora mujeres de. Comenzó su turno y empezaron a contar otras historias. Se abrazan y se ríen para las fotos. “Vení, Pedro”, lo invitan. Pedro se ubica adelante, en cuclillas.
Las ilustraciones de la audiencia fueron realizadas por José Eliezer.