“¿Qué hacés negrito acá? ¡Tomátelas! Te andan buscando con la foto”
Al llegar a la planta, aquel 21 de abril, Ricardo Ávalos fue directo a la enfermería. La fiebre no había cedido, pero imploró que le levanten el parte de enfermo para regresar a la línea de montaje. A las 14.10, llegó el capataz:
—¡Te dije Negro que no vengas, ahora te tengo que entregar!
Ávalos tiene 73 años, mediana estatura, cuerpo ancho, robusto, pelo canoso y usa anteojos. Va a ingresar a la sala para prestar testimonio en una nueva audiencia del Juicio a Ford, donde se juzga la responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Pero antes, el presidente del tribunal, Diego Barroetaveña, advierte que acaba de ser operado del corazón y que tiene permiso de su cardiólogo para afrontar el desafío.
Ingresa por la puerta metálica trasera de la sala repleta. Camina lento y seguro, pero su rostro parece enseñar angustia. Se sienta ante el tribunal. El presidente lo saluda y él sorprende con un grito: “¡Buenos días!” Le preguntan si conoce las prescripciones de la ley y luego si ha resultado víctima de los hechos que se investigan. Responde de forma escueta, pero contundente: “Sí, señor, yo he trabajado en Ford”.
Fiebre preventiva
Ávalos entró a la Ford en mayo de 1974, con 29 años de edad, casado, con una hija de dos años y otra por llegar. Su destino fue la línea de montaje. Allí disponía de diez metros de largo para moverse con velocidad en el armado de las unidades que lo enfrentaban.
No era delegado. Durante su testimonio, quiso mostrar cierta reticencia hacia la actividad gremial y hasta se autodefinió como “apolítico”. Sin embargo, cuando debió dar su interpretación de los hechos, mostró sus sospechas de haber sido fichado durante la movilización de la coordinadora gremial de la zona norte, realizada a mediados de 1975, en la cual se recordó a él mismo haciendo flamear una bandera desde Tigre hasta Saavedra. “Me confundieron con un revoltoso”, dijo. “Pensé que buscaban a otro Ávalos”. Pero no: lo buscaban a él y a él se lo llevaron.
Su secuestro ocurrió el 21 de abril de 1976. Dos semanas antes, ya instalada la dictadura, Ávalos comenzó a sentirse mal. Una fiebre de la cual jamás supo el origen lo arrojó en la enfermería de la fábrica, donde le ordenaron una semana de reposo.
A su regreso, el Turco Abraham, su capataz, le advirtió:
—¿Qué hacés negrito, acá? Te andan buscando con tu foto de ingreso. ¡Tomatelás, bórrate de acá!
Ávalos fue a la enfermería y como la fiebre no había pasado, volvieron a darle una semana de reposo. Sin embargo el médico, quizás poseído por el temor a las persecuciones de los que empezaban a ausentarse tras el golpe, le dijo lo contrario.
—No faltes, Ávalos, porque te van a meter en cana.
Ávalos regresó a su casa, en Maschwitz: “Fue como una tortura, había pocas casas, no entraban vehículos y yo escuchaba un sonido de motor y pensaba que venían a buscarme, porque sabía que ya se habían llevado a Traverso, a Digiusti, a Constanzo”. Fueron tres semanas y su decisión fue entonces presentarse nuevamente a la fábrica, en parte —dijo— porque quizás evitaba un posible operativo militar en su casa, en presencia de su esposa y de sus hijas.
Volvió. El capataz lo vio y se lamentó.
De inmediato diez soldados, vestidos de fajina y con armas largas (Ávalos gesticula frente al tribunal el porte de las armas), le presentaron una foto-carnet de ingreso con su imagen y le preguntaron lo obvio: si era él. Dijo que sí.
—Está detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional —comunicaron.
Se conglomeraron los operarios del sector. Vieron cómo se lo llevaron. Absorbieron el terror. Ávalos se acercó a uno de ellos, Juan Carlos Raggio, a quien apodaban Botella. Le entregó su anillo de casamiento, su reloj, la llave del cofre del vestuario y le pidió que se comunique con su esposa y le diga que lo busque en Tigre, porque sabían que allá iban a parar los detenidos de Ford.
Ávalos fue escoltado hasta el final de la línea. Lo metieron en una camioneta, una F100 —recuerda— que era usada en la fábrica por los militares. Su primer destino fue el quincho del predio, al lado del campo deportivo. Lo esposaron, lo encapucharon y lo sentaron en una silla en la esquina. Comenzaron a golpearlo a puñetazo limpio:
—¡Así que vos sos el tirabombas! —le gritaron—. ¡El que corta los tapizados! ¡El que tira aserrín en los motores!
Ávalos trajo a la audiencia las antiguas formas del quincho: “Tenía cocina, estaba todo equipado con radiocomunicadores”. Luego explicó que en el techo de la planta de Estampado había cuatro casillas plásticas con gendarmes y que también había obvios agentes infiltrados como obreros.
En el quincho no estuvo sólo: cuando volvieron a subirlo a la camioneta —no recuerda si era la misma F100—, subieron a otra persona, que no dejaba de preguntarle quién era. Ávalos no contestaba. Recién en la comisaría de Tigre, cuando les sacaron las capuchas, supo que era su compañero Héctor Subarán. Allí se reencontraron en los calabozos con Pedro Troiani, con Carlos Propato, Vicente Portillo, Juan Carlos Conti y Francisco Perrota. Este último —recordó— fue uno de los torturados con picana eléctrica.
Luego de Tigre fue llevado al penal de Villa Devoto. Meses más tarde, al de La Plata, donde los tormentos fueron terribles —según relató—, sobre todo por las brutales golpizas y el ensañamiento de los agentes del servicio penitenciario.
Yo quiero mi quincena
Ávalos fue liberado casi un año después. Faltaba un día para el cumpleaños de su esposa: “Le caí de regalo”, dijo. Cuando comenzó la semana, se presentó a la fábrica. No pretendía trabajar, sino que le pagaran la quincena que le debían.
Ingresó por la Puerta 2 del predio. Acompañado por un agente de vigilancia, se dirigió a las oficinas de Personal. Nada por allí. Lo mandaron a la oficina de la gerencia de la planta de montaje. “Ahí me piden los botines de seguridad y la ropa, el overol de trabajo”, dijo. “¿Pero qué me pedís, si me sacaron todo?”
Fue hacia la Puerta 1. Tras una nueva negativa, recaló desesperado en la sucursal del Banco Río que se encontraba enfrente y preguntó si tenían un sobre a su nombre. Todo lo que consiguió en su obstinación fueron amenazas: “No vuelvas más porque te van a meter preso de nuevo”.
Ávalos estuvo bajo libertad vigilada, como el resto de sus compañeros secuestrados y liberados, y como ellos,sufrió la marginación laboral y social. Recordó ante el tribunal que se las rebuscó con changas y pequeñas producciones: vendió comida, confeccionó ropa y ofició de ayudante de albañil. Luego se emocionó de bronca al recordar que su hija debió recibir tratamiento neurológico por “todo el sufrimiento del padre”.
Fue el momento en que el presidente le ofreció té, café y agua. Le preguntó si se sentía bien y si podía continuar. Ávalos tocaba la mesa del estrado con sus manos de obrero, como si tratara de percibir las asperezas de una pieza recién sacada del torno. “Trabajar, trabajar y trabajar”, dijo que era lo único que pretendía y, en un rapto poético frente al tribunal, comparó al ser humano con “los pajaritos, que salen a volar y llevan la comida a sus pichoncitos”.
A sala llena y con bajo voltaje
A los ya asiduos familiares, ex trabajadores que declararon y miembros de organismos de derechos humanos, se sumaron a esta audiencia dos contingentes de estudiantes. Uno de la Universidad de Tres de Febrero (Untref), docentes a la vez de escuelas primarias, secundarias y de terciarios que cursan un seminario sobre derechos humanos dictado por el antropólogo Santiago Garaño. El otro, estudiantes estadounidenses que se encuentran en período de intercambio y cursan la materia dictada por los sociólogos Daniel Feierstein y Emmanuel Taub.
La audiencia resultó más corta que las anteriores. Iba a presentarse un segundo testimonio en el mismo día, pero se pospuso para el próximo turno, el 29 de este mes.
En esta onceava audiencia, las querellas hicieron las preguntas de rigor, aunque de forma más escueta. La fiscalía no creyó necesario ahondar. Eli Gómez Alcorta, una de las abogadas querellantes, explicó al salir de la sala que la clave del testimonio de Ávalos es que había mostrado “una importante coordinación de información entre la empresa y los militares”, debido a la inmediatez con que se produjo el secuestro cuando volvió al interior de la planta.
Por el lado de las defensas, los abogados del ex gerente Pedro Müller y del genocida Santiago Riveros se abstuvieron de preguntar. Sí, en cambio, lo hicieron los representantes del ex jefe de Seguridad de Ford, Héctor Sibilla. Se mostraron mucho menos incisivos que en audiencias anteriores, pero no dejaron de levantar el debido bullicio del público.
Ávalos respondió las obcecadas preguntas de la desconcentrada abogada de la defensa Adriana Ayuso, que se equivocó en diez años la fecha de su ingreso a Ford —situación advertida al micrófono por el presidente del tribunal— y que luego preguntó y repreguntó si el testigo conocía los sabotajes, a los subversivos en la fábrica (sic) y si había visto a trabajadores cortar los tapizados de los coches nuevos.
—No —respondió Ávalos
—Muchas gracias, señor Álvarez —cerró la abogada.
[Por Alejandro Jasinski - Publicado en El cohete a la Luna]
Foto: Lucrecia Da Representaçao |
Al llegar a la planta, aquel 21 de abril, Ricardo Ávalos fue directo a la enfermería. La fiebre no había cedido, pero imploró que le levanten el parte de enfermo para regresar a la línea de montaje. A las 14.10, llegó el capataz:
—¡Te dije Negro que no vengas, ahora te tengo que entregar!
Ávalos tiene 73 años, mediana estatura, cuerpo ancho, robusto, pelo canoso y usa anteojos. Va a ingresar a la sala para prestar testimonio en una nueva audiencia del Juicio a Ford, donde se juzga la responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Pero antes, el presidente del tribunal, Diego Barroetaveña, advierte que acaba de ser operado del corazón y que tiene permiso de su cardiólogo para afrontar el desafío.
Ingresa por la puerta metálica trasera de la sala repleta. Camina lento y seguro, pero su rostro parece enseñar angustia. Se sienta ante el tribunal. El presidente lo saluda y él sorprende con un grito: “¡Buenos días!” Le preguntan si conoce las prescripciones de la ley y luego si ha resultado víctima de los hechos que se investigan. Responde de forma escueta, pero contundente: “Sí, señor, yo he trabajado en Ford”.
Fiebre preventiva
Ávalos entró a la Ford en mayo de 1974, con 29 años de edad, casado, con una hija de dos años y otra por llegar. Su destino fue la línea de montaje. Allí disponía de diez metros de largo para moverse con velocidad en el armado de las unidades que lo enfrentaban.
No era delegado. Durante su testimonio, quiso mostrar cierta reticencia hacia la actividad gremial y hasta se autodefinió como “apolítico”. Sin embargo, cuando debió dar su interpretación de los hechos, mostró sus sospechas de haber sido fichado durante la movilización de la coordinadora gremial de la zona norte, realizada a mediados de 1975, en la cual se recordó a él mismo haciendo flamear una bandera desde Tigre hasta Saavedra. “Me confundieron con un revoltoso”, dijo. “Pensé que buscaban a otro Ávalos”. Pero no: lo buscaban a él y a él se lo llevaron.
Su secuestro ocurrió el 21 de abril de 1976. Dos semanas antes, ya instalada la dictadura, Ávalos comenzó a sentirse mal. Una fiebre de la cual jamás supo el origen lo arrojó en la enfermería de la fábrica, donde le ordenaron una semana de reposo.
A su regreso, el Turco Abraham, su capataz, le advirtió:
—¿Qué hacés negrito, acá? Te andan buscando con tu foto de ingreso. ¡Tomatelás, bórrate de acá!
Ávalos fue a la enfermería y como la fiebre no había pasado, volvieron a darle una semana de reposo. Sin embargo el médico, quizás poseído por el temor a las persecuciones de los que empezaban a ausentarse tras el golpe, le dijo lo contrario.
—No faltes, Ávalos, porque te van a meter en cana.
Ávalos regresó a su casa, en Maschwitz: “Fue como una tortura, había pocas casas, no entraban vehículos y yo escuchaba un sonido de motor y pensaba que venían a buscarme, porque sabía que ya se habían llevado a Traverso, a Digiusti, a Constanzo”. Fueron tres semanas y su decisión fue entonces presentarse nuevamente a la fábrica, en parte —dijo— porque quizás evitaba un posible operativo militar en su casa, en presencia de su esposa y de sus hijas.
Volvió. El capataz lo vio y se lamentó.
De inmediato diez soldados, vestidos de fajina y con armas largas (Ávalos gesticula frente al tribunal el porte de las armas), le presentaron una foto-carnet de ingreso con su imagen y le preguntaron lo obvio: si era él. Dijo que sí.
—Está detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional —comunicaron.
Se conglomeraron los operarios del sector. Vieron cómo se lo llevaron. Absorbieron el terror. Ávalos se acercó a uno de ellos, Juan Carlos Raggio, a quien apodaban Botella. Le entregó su anillo de casamiento, su reloj, la llave del cofre del vestuario y le pidió que se comunique con su esposa y le diga que lo busque en Tigre, porque sabían que allá iban a parar los detenidos de Ford.
Ávalos fue escoltado hasta el final de la línea. Lo metieron en una camioneta, una F100 —recuerda— que era usada en la fábrica por los militares. Su primer destino fue el quincho del predio, al lado del campo deportivo. Lo esposaron, lo encapucharon y lo sentaron en una silla en la esquina. Comenzaron a golpearlo a puñetazo limpio:
—¡Así que vos sos el tirabombas! —le gritaron—. ¡El que corta los tapizados! ¡El que tira aserrín en los motores!
Ávalos trajo a la audiencia las antiguas formas del quincho: “Tenía cocina, estaba todo equipado con radiocomunicadores”. Luego explicó que en el techo de la planta de Estampado había cuatro casillas plásticas con gendarmes y que también había obvios agentes infiltrados como obreros.
En el quincho no estuvo sólo: cuando volvieron a subirlo a la camioneta —no recuerda si era la misma F100—, subieron a otra persona, que no dejaba de preguntarle quién era. Ávalos no contestaba. Recién en la comisaría de Tigre, cuando les sacaron las capuchas, supo que era su compañero Héctor Subarán. Allí se reencontraron en los calabozos con Pedro Troiani, con Carlos Propato, Vicente Portillo, Juan Carlos Conti y Francisco Perrota. Este último —recordó— fue uno de los torturados con picana eléctrica.
Luego de Tigre fue llevado al penal de Villa Devoto. Meses más tarde, al de La Plata, donde los tormentos fueron terribles —según relató—, sobre todo por las brutales golpizas y el ensañamiento de los agentes del servicio penitenciario.
Yo quiero mi quincena
Ávalos fue liberado casi un año después. Faltaba un día para el cumpleaños de su esposa: “Le caí de regalo”, dijo. Cuando comenzó la semana, se presentó a la fábrica. No pretendía trabajar, sino que le pagaran la quincena que le debían.
Ingresó por la Puerta 2 del predio. Acompañado por un agente de vigilancia, se dirigió a las oficinas de Personal. Nada por allí. Lo mandaron a la oficina de la gerencia de la planta de montaje. “Ahí me piden los botines de seguridad y la ropa, el overol de trabajo”, dijo. “¿Pero qué me pedís, si me sacaron todo?”
Fue hacia la Puerta 1. Tras una nueva negativa, recaló desesperado en la sucursal del Banco Río que se encontraba enfrente y preguntó si tenían un sobre a su nombre. Todo lo que consiguió en su obstinación fueron amenazas: “No vuelvas más porque te van a meter preso de nuevo”.
Ávalos estuvo bajo libertad vigilada, como el resto de sus compañeros secuestrados y liberados, y como ellos,sufrió la marginación laboral y social. Recordó ante el tribunal que se las rebuscó con changas y pequeñas producciones: vendió comida, confeccionó ropa y ofició de ayudante de albañil. Luego se emocionó de bronca al recordar que su hija debió recibir tratamiento neurológico por “todo el sufrimiento del padre”.
Fue el momento en que el presidente le ofreció té, café y agua. Le preguntó si se sentía bien y si podía continuar. Ávalos tocaba la mesa del estrado con sus manos de obrero, como si tratara de percibir las asperezas de una pieza recién sacada del torno. “Trabajar, trabajar y trabajar”, dijo que era lo único que pretendía y, en un rapto poético frente al tribunal, comparó al ser humano con “los pajaritos, que salen a volar y llevan la comida a sus pichoncitos”.
A sala llena y con bajo voltaje
A los ya asiduos familiares, ex trabajadores que declararon y miembros de organismos de derechos humanos, se sumaron a esta audiencia dos contingentes de estudiantes. Uno de la Universidad de Tres de Febrero (Untref), docentes a la vez de escuelas primarias, secundarias y de terciarios que cursan un seminario sobre derechos humanos dictado por el antropólogo Santiago Garaño. El otro, estudiantes estadounidenses que se encuentran en período de intercambio y cursan la materia dictada por los sociólogos Daniel Feierstein y Emmanuel Taub.
La audiencia resultó más corta que las anteriores. Iba a presentarse un segundo testimonio en el mismo día, pero se pospuso para el próximo turno, el 29 de este mes.
En esta onceava audiencia, las querellas hicieron las preguntas de rigor, aunque de forma más escueta. La fiscalía no creyó necesario ahondar. Eli Gómez Alcorta, una de las abogadas querellantes, explicó al salir de la sala que la clave del testimonio de Ávalos es que había mostrado “una importante coordinación de información entre la empresa y los militares”, debido a la inmediatez con que se produjo el secuestro cuando volvió al interior de la planta.
Por el lado de las defensas, los abogados del ex gerente Pedro Müller y del genocida Santiago Riveros se abstuvieron de preguntar. Sí, en cambio, lo hicieron los representantes del ex jefe de Seguridad de Ford, Héctor Sibilla. Se mostraron mucho menos incisivos que en audiencias anteriores, pero no dejaron de levantar el debido bullicio del público.
Ávalos respondió las obcecadas preguntas de la desconcentrada abogada de la defensa Adriana Ayuso, que se equivocó en diez años la fecha de su ingreso a Ford —situación advertida al micrófono por el presidente del tribunal— y que luego preguntó y repreguntó si el testigo conocía los sabotajes, a los subversivos en la fábrica (sic) y si había visto a trabajadores cortar los tapizados de los coches nuevos.
—No —respondió Ávalos
—Muchas gracias, señor Álvarez —cerró la abogada.